Apariencias: Flor de olvido


Para reforzar mi estoicismo entusiasmado pirotecnico, salí de casa y me di de bruces con un tipo que de tanto ir a la India a estorbar, hoy en día ya lleva construidos cinco hotelitos que se reconvierten al albergar a sus huéspedes según el dios o el gurú al que adoren. Convendréis que a pesar de que a lo largo de mi vida y hasta ahora mismo, me he equivocado mucho con la gente y la gente conmigo, no podía haber caído jamás en una absurda ilusión de amistad, bajo el palio del manto de un jipi pijo que siempre me dio urticaria. Convendréis bien. Me lo sentaron enfrente en una cena y cambié, -no se si astutamente pero si necesariamente-, de lugar y aún así me llegaron ecos de lo bien que paga a los indios que “pueden vivir con tres pesetas y encima te dan las gracias. Tan puros son.”.
El estruendo y la caricatura de este pájaro malo malisimo, viene a ilustrar este post que escribo empellida por mil demonios del rojo carmín fosforescente, cada vez que advierto el fascio cotidiano, que es el mismo del gran poder cuando este lo asume, pero en el día a día de las relaciones humanas.
No voy a ir de santa, ya que de buen seguro he caído mil veces en actitudes del gran fascio y la gran intransigencia (¿De qué coño hablamos cuando hablamos de dignidad?) pero así, como quién lleva el uniforme puesto todo el tiempo y encima un “uniforme social”, si que no.
La intransigencia límite así como la transigencia total, todo lo que puede ser derribado o puede ser pisoteado por desidia, me saca de quicio sin llegar a aplastarme la razón, algo para lo que he necesitado tiempo, el gran aliado, tanto para lo bueno como para lo malo.
Me temo que este sea el sacrosanto principio teórico de “llevar cada uno su cruz”, que no sería otra cosa que saber auto desplazar el quicio (de madera, de oro o de latón) de la puerta y la razón, cinco minutos por delante de la gilipollez ajena, para no llegar al impulso del puño amenazador.
Llevar la cruz es algo bien desolador a menos que sea necesario en algunos momentos, algo que no estoy en condiciones de discernir ahora mismo, porque hace un momento me ha venido un amigo, -mi truhán de acero y plastilina-, a increparme, diciéndome que “no puede ser” que las incoherencias ajenas me sulfuren tanto, a riesgo de ir proyectando otras carencias o dificultades. A veces le pegaría una patada y le mandaría a la India.
Enfadar por enfadarse también es lícito y es necesario. Vivir bajo el dinosaurio, el que estaba ahí y ahora dirige el Fondo Monetario Internacional y las subsedes, es un sin vivir, como para, encima, ir comiéndote la mierda del entorno, la intransigencia que surge detrás de apariencias que sugieren coincidencias y son cacerola y nada más.
He aquí el mal de las izquierdas, que solo consiguió unificar el maestro Georgie Dan en uno de sus hits veraniegos ¿O no era de Georgie Dan, la Yenka?.
La apariencia recubre lo que hay o lo que no existe y en otros casos lo corrobora, pero también hay muchos parecidos que surgen por azar.
De niña me gustaba recoger piedras que tuvieran formas de animales. Era tal mi devoción por encontrarlas que guardé durante años, en un cajón, peces, sapos, hormigas y rinocerontes a los que sólo yo les atribuía esta condición. Guardar, atesorar, el sacrosanto principio chungo de cualquier religión que todos los amos de las religiones incumplen.
Yo misma me he ido cerrando el círculo. Empiezo a darle al magín, con enfado o sin él, y siempre llego a lo mismo. O al cielo o al infierno.
Aún así, el purgatorio, en términos de relaciones humanas, existe. Vaya si existe. Digan lo que digan el papa o mi truhán de acero y plastilina, existe. Y mucho más ahora, a principios de verano y en el clímax de la crisis, cuando el calor del sol y de la insolidaridad va deshaciendo las caretas y cambia fulares por desnudos.

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