A veces pasan autobuses que
llevan escritas sandeces en sus chapas y antes de eso ha pasado gente imantada
a sus propios hierros que ahora, gracias a la educación de lo políticamente correcto,
que es, va siendo (por fin) la de amarás
ciertas diferencias como a ti mismo, ya rezan la oración que el sentido común y
el amor nos llevaba a silbar a cada rato. Amigos míos, otra cosa no sabremos,
pero amar por amar y volver a empezar que dice la canción y apretujarnos todos
bajo un mismo techo es lo nuestro. Vale decirnos lo que hacemos bien. Y ni bien
ni mal, asqueroso, el tipo que sorprendió, hace unos cinco años, tomando el sol
sentada en la cornisa de la terraza de mi casa en un pueblo en el interior de Catalunya, a mi amiga transexual, y al ser descubierto
por ella, bien pasmado, sacudió la cabeza con un gesto de desaprobación y una mueca
de asco para gloria del oprobio y de sí mismo. Hoy este tipo firma para que se retire el
autobús, y no importa lo que hará con su blues del autobús
No nos engañamos, la mala leche
sigue ahí, por delante de los dinosaurios, estos benditos. Pero mi amiga, una chica de unos años más que
mi hija, una suerte de criatura morena, muy guapa y con las manos demasiado
grandes como para que el tonto de turno no venga a subrayar un sórdido deseo de
qué será mamá lo que tiene el negro, tuvo su momento para la gloria en el
interior de un avión. Entramos y un ejecutivo dijo fiu y otro dijo fiu fiu creo
que te has equivocado amigo. El que añadió el comentario era negro. Yo me di la
vuelta resorte automático. Y ella, condescendiente, ligera como un pájaro chico
me apremió, va, Bonet, no hay que ser racista, al tiempo que buscábamos el
asiento del autobús aéreo.
Vuelvo con una historia de la que
conocemos las fases de su desarrollo porque ya son muchos años de bregar contra
la estulticia y la cobardía y me escacharro leyendo Las Aventuras de Anarcoma y
el robot XM2 que dice Nazario que será su último libro, pero esto nunca se
sabe, porque los autobuses siguen pasando incluso a contratiempo. El libro lo
ha sacado Laertes y anuncia algo delicioso. La travesti detective siga viva.
Hubo un tiempo en que no se oía hablar de ella y por mucho que le preguntaras a
su autor no acababas de sacar agua clara en un asunto de vital importancia que
es el de saber adónde han ido a parar nuestros héroes de ficción, que viene a
ser lo mismo que saber adónde han ido a parar ciertos amigos que seguían sus
historias con el mismo deleite, trepidación pura, con la que se sigue este
libro donde se menciona, sin mentarlo, el autobús de marras mucho antes de que
alguien diseñara en un papel sus asientos.
Anarcoma trajo el viento antes de
que hubiera aire, fletó autobuses antes de que se pintaran, puso la pistola
sobre la sien de Don Reprimonio pero nunca disparó, se pegó con los hermanos
que querían copiar la máquina del Doctor Onliyú que acababa con el deseo y las
bajas pasiones, puso Barcelona del revés y vio como XM2, el tan macho, acababa
siendo una mujer de armas tomar.
Mi amiga, casi una hija, como he
dicho, una mujer valiente y guapísima, estuvo a un tris de convertirse en
Anarcoma para un documental de Nazario. Yo no lo veía claro. Creo que le
habrían tenido que poner tetas porque no daba la talla de pecho, pero a ella le
gustaba la idea, le brillaban los ojos. Y su novio, un italiano de espaldas
mojadas compró el disco de Marc Almond con la canción dedicada a la detective que ensalzaba las Ramblas.
Convertirse en ficción, mira qué cosa. Sexualizarse para desexualizarse,
opacarse para brillar, morir para no resucitar o vivir bajo las ruedas de un
autobús, esperando que otros piensen por ti, corazón cobarde que se pregunta que es lo que tendrá quién entre las piernas y Anarcoma y sus colegas ya habrán sellado con
sus besos.