Colombo

Ahora que había conseguido vencer mi propio sentimiento de culpa (léase responsabilidad adquirida) respecto a este blog y ya no me dolían prendas ni chichas al no escribir en él con la periodicidad que me fijé, llegan unos amigos (tres son multitud) cada uno con su teléfono a decirme, “Bonet, a ver si escribes algo”.
Ellos ponen el signo de admiración y yo me dejo vencer por la ternura nada algodonada de su gesto, no sin antes advertirles que vale, que bueno, que un blog es un blog y hay que mantenerlo vivo, pero no por obligación o por seguir las pautas que marca el “mercado” (sic) porque a cuestas con los mandamientos del marketing, en las dos últimas décadas, se han grabado discos, escrito libros, posteado blogs y realizado películas que solo han contribuido a embrutecer el nombre de su arte correspondiente. Hablo de lo de mentar en vano y hablo de escribir en un blog como de una bella arte. No me hace falta abuela, pero si.
Las abuelas hacen falta, mucho más cuando las has querido mucho, otra cosa es ignorar el rular del mundo y creer que van a vivir eternamente sólo para que sigan sirviéndote de referente.
A medida que te haces mayor, sabes y asumes (cómo algunos cretinos siguen los dictados del marketing) que los referentes se irán marchando, lo cual no te libra de la pena de su ida ni del vacío de su ausencia.
Así que ayer, después de las llamadas amigas, me puse a escribir un post sobre una tomatera, -una planta de la que crecen tomates minis, y que hasta hace una semana ha tenido una vida muy intensa-, cuando de pronto me enteré de la muerte de Colombo y me quedé plomo. Os lo juro. Oí que había muerto Colombo (no digo el nombre del actor, del hombre que lo forjó, por decisión propia) y me quedé noqueada.
Colombo no era mi abuela pero tuvo un inmenso papel en mi educación. Un puesto de honor.
Con la noticia de la muerte de Colombo, ya bloqueada, todavía intenté seguir con la narración de la tomatera, pero solo daba puntadas al aire, hasta que llegué a pincharme la punta del dedo índice de la mano izquierda con el alfiler loco, con lo cual, lamí la gotita de sangre fruto de la herida, cerré el ordenador y me levanté a buscar el libro Los Príncipes Valientes, de Javier Pérez Andújar, en el que habla de Colombo desde la página ochenta y nueve, tal y como me hubiera gustado haberlo hecho yo misma en aquél momento, sólo que él ya lo había hecho muchos años antes.
Me reconfortó leer sus palabras, y como ocurre algunas veces después de haber leído, me entraron ganas de escribir, pero la cautela, el sentido del ridículo y la total falta de compromiso con el marketing, me hicieron desdecirme.
Siento que hoy, en este blog de la crónica cotidiana barcelonesa de una mujer madura que viene del rock y la cultura popular y va a lo mismo, quedaría muy bien una entrada sobre Colombo, sobre la pérdida de referentes y la necesidad de dejar de fumar a partir de cierta edad, pero no pude hacerlo, entre otras cosas, porque ya lo está.
De los tres estados (amor, vida y muerte) que sugirió el poeta, escribir en la muerte puede hacerlo cualquiera.
El marketing incluso lo aconseja, pero para dar en el clavo y para coser sin dejar puntadas en el aire, hay que escribir en la vida o en el amor (es una afirmación vehemente para la que no necesito abuela) so pena de quedarse siempre en los lugares comunes y acabar embruteciendo de pena y ayees lo que resultó ser un chute divino de todo lo contrario.
Veo que no me he recuperado del bloqueo porque apenas si consigo trasladar lo que siento. Y lo que siento es que tengo que hablar de la tomatera, pero que no podía pasar por alto, -en este blog de la crónica pop-, la muerte de Colombo, la muerte de este referente que a fuerza de buscarse a si mismo iba desvelando las incógnitas de las miserias de los demás. Al igual que mi abuela sabía cuando trataba de mentirla.



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