Historia de un amor con muy poco amor y más de lo mismo.






El día que le conocí me dió un yuyu. Nada muy importante, pero sí que se me instaló una inquietud parecida a la que se da, cuando trasteas por casa y no recuerdas donde has dejado el cigarrillo. O buscarlo, o esperar ver arder las cortinas.
Lo de tener este tipo de sensaciones y omitirlas, obviarlas, patearlas, negarlas, e incluso darles la vuelta, lo he hecho tantas veces, que desde hace un tiempo, las archivo todas. No me he convertido en una negra racista con lo humano, pero me pongo a resguardo.
El tipo que me presentaba un amigo, además de ser un pintor de éxito, era el hombre del que se había enamorado, así que tampoco podía ir de mosca cojonera, y en eso de las intimidades, cada cual se sabe lo suyo. Mi amigo también es pintor, menos conocido, pero con mucho más talento.
Fue en una cena. Y como el nuevo novio del amigo era culto, resultó una cena agradable, sólo que a veces, tanta cultura o, mejor dicho, tanta necesidad de ponerla en primer plano, de mostrarla, es un síntoma del gran cretino.
Han pasado los días, las noches y las cenas y mi amigo está indignado. No sólo socialmente (acude a las asambleas de la acampada) sino que encima está herido. Dice que al terminar las sesiones en Plaça Catalunya, le ven tomar el Metro cabizbajo.
Ayer me habló de su tristeza. Como cada vez que me dan ganas de decir frases de índole del felipismo puig vital, tales como “Ya te lo advertí” o “Mira que te lo dije”, busco una mosca y le cuento las patitas, supe callar y escuchar, entre otras cosas porque no le había advertido nada.
La tristeza de mi amigo venía por un golpe seco en todo su amor propio. Lo de siempre. Él quería haber amado y el otro no era feliz en la felicidad, si no en la guerra, donde quizás tampoco era feliz, pero le parecía que sí.
Mi amigo, soberbio, intento cambiarle. Le hizo de terapeuta. Escribe mamá mil veces sin pasarte de la raya. Mocedades en el amor y cosas de los viejunos que no aprenden. 
Con la “terapia” mi amigo se vio relegado de su puesto de amante y pasó a ser no se sabe muy bien qué. La puta, la cama, el diván, el huevo, el sparring y el nido. Al final de todo, cuando mi amigo no pudo más y dijo basta no quiero volver a verte, el otro, perverso, estaba más que enganchado al juego, pero como el amigo no le daba cancha, el pobre tipo, incapaz de ser feliz en la felicidad, se fue a hablar mal de él, algo que a la dignidad de mi amigo se la trae floja. Lo que no le trae al pairo es que su ex le haya copiado trazos, perspectivas y puntos de vista sobre el trabajo que los dos practican.
Ayer durmió en el sofá. Árnica sobre el amor propio. No sólo le ha quitado el amor, que es transferible, si no que trata de quitarle lo mejor de él. Suerte que mi amigo si sabe ser feliz en la felicidad, pero no estaría mal que hubiera un tribunal, una asamblea, una intuición colectiva que se dedicara a hacer justicia en este tipo de casos. Mi amigo dice que ya existe: “Tiempo al tiempo”, dice. Es un poco ingenuo. Si el mundo fuera justo, ahora debería tocarle la lotería. Si fuera feliz.





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