Al monte a pasear


Nos unen los enanitos. Además del sentimiento, que es abstracto y no se toca, ni se ve, ni se huele a menos que se entre en trance; -lo cual es posible pero poco recomendable en una sociedad en la que algunos padres de familia se libran a la muerte por no soportar verse con su familia en la calle-, a nosotros nos unen los enanitos, la fe en los ángeles y la salivación que nos produce ir a hincar el diente en carne no hormonada que se ha asado al calor de la barbacoa de unos amigos.
Los enanitos, con sus poderes mágicos, su dedicación al trabajo, su alegría y sus canciones unen a gente qué, a priori y mas allá de lo aparentemente formal, no tenemos nada que ver de no ser por la pura fisiología que nos distingue como seres humanos.
A esta enorme conclusión, inmensa cómo el vaho del aliento de un niño contra un cristal en el que dibujará rayotes, llegué ayer, a mi edad y con estos pelos ( me toca tinte) después de pasar un precioso día en casa de unos amigos (son dos) en el que reina una amiga ( la Mireyet) modelaza de tres metros de altura, morenaza, generosa y divina, que baila claqué por un bolso de Gucci y mostrándome un trapo negro de un palmo, me dice cosas tan marcianas cómo: “Mira, todo está ropa dásela a tu hija que a mí no me cabe. Este top es divino, me costó trescientos euracos porque tiene este bordado y queda ideal.”
Nunca había sabido (abstracciones sentimentales aparte) qué narices me unía a esta mujer joven de treinta años y al amigo de menos de treinta que es amigo de ambas, del que tanto alardeo y que tanto me ayuda y tiene un coche fantástico, donde cuando no viaja con su pareja, pasea a Miss Daisy, que soy yo.
Los tres trabajábamos juntos en una empresa muy fardona del Paseo de Gracia que se fue al garete de la incompetencia y el coge el dinero y corre de unos jefes codiciosos. Éramos muchos y quedamos los tres, unidos en el paso del tiempo. El porqué lo supe ayer. Nos unen los enanitos.
En casa siempre hemos tenido. Sólo mi hija los vio, de niña, varias tardes en los que trató con ellos y los empujó por el tobogán con un dedito, pero yo nunca los he visto. A veces, al abrir la puerta, cuando la Júlia era pequeña, me decía ¿ves? y entonces yo veía una sombra que pasaba rauda y veloz y eran, -según la niña y que no lo dude nadie-, ellos que se escapaban después de habernos guardado la casa con esmero en nuestra ausencia.
Mireyet, la modelaza, también tiene enanitos en la suya. Y del Lluís ¿qué deciros? Que les da cosas muy bellas para que no le crezcan y a veces se le ponen a trabajar, con pico y pala diminutos por su espina dorsal. Arriba y abajo.
Otra amiga dinamita roquera, La Reyes Torío, fue pionera ( antes de que estuviera de moda) en montar un grupo de gente que liberaba enanitos de la casas y los llevaba al bosque, a su hábitat natural. Tuvo un gran predicamento y fue antes de la crisis.
Cada cual hace lo que quiere con los enanitos, la cuestión es tenerlos en cuenta, saber que están y darles su espacio. Ellos nos unen.
En la tarde de ayer, además de la modelaza amiga, el amigo modelo y el bello marido de mi amiga, coincidimos una peña de lo más dispar. Las humanas reticencias después de las presentaciones, se fueron despejando gracias a los enanitos, en los que todos creían, no cómo acto de fe, si no por la compañía que nos hacen.
Llegar a tamaña conclusión, a mi edad (es mejor tarde que nunca) me llenó de gozo. Por si acaso ya he plantado un abeto minúsculo entre baldosas, aunque solo sea para devolverles a los enanos lo que es suyo, un bienestar que nos vienen procurando desde hace años y que consiste en unir a personas aparentemente antagónicas, aunque a veces nos pongan en duros bretes, porque la cuestión que plantean los muy jodidos es: “¿Si crees en nosotros, cómo no vas a creer en los seres humanos?”
Aibo aibo, dijo ayer la Mireyet con la mano extendida cuando pillamos el coche para volver a Barcelona y su chico nos hacía de guía montado en una moto. Aibo, aibo, a casa a descansar.



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