Santos (Crónica de la Navidad)

                                                                         Un santo que si

Hoy, en el hospital donde vive mi madre, todo era choque de carenados y algarabío. Cochecitos de bebés empuñados por firmes manos masculinas quedaban a medio centímetro de unas muletas que ayudaban a lograr el torpe paso de un familiar del empuñador y del bebé, al que seguía un reguero de gente, todos sonrientes de oreja a oreja y con la zambomba en la mano. Exagero, no para hacerlo menos verídico (la exageración resta impacto) si no porque así lo he vivido yo.
Riadas de peces en el rio bajaban por los pasillos sin tener en cuenta la silla de ruedas con o sin motor de los pacientes que ahí se rehabilitan o ahí ceden para siempre a cuestas con sus problemas cerebrales. Podías sentirte en mitad de la calle Puertaferrisa un día del gran estipendio consumista, solo que esta vez, a izquierda y derecha del camino se abrían o cerraban puertas de habitaciones en cuyas camas yacen personas que de buen seguro no estarían ahí.
En un ir y venir pasillo abajo pasillo arriba me he acercado a Roberto, un enfermero activista y muy responsable con el que siempre hablo. ¿De dónde sale toda esta peña? Esto me estaba preguntando yo, me ha respondido rebuscando en un box de medicamentos. Y ha seguido. Lo que si tengo claro es como se van a ir algunos. Un incauto le ha dado canelones al señor de la treinta y siete y a este le ha dado una subida de azúcar. Los voy a mandar a la mierda.
El señor de la treinta y siete es un anciano que canta “Perdóname, he sido ingrato”. Me parece que el tema es de Raphael. El de la treinta y siete o canta o calla pero hablar no habla, no dice ni mu. Oye, Roberto ¿El de la treinta y siete tiene familia? No, no la tiene, pero se ve que a alguien le ha hecho gracia cuando ha arrancado a cantar.
Si no fuera porque en los blogs no queda bien, he de confesar que a estas alturas y desde mi fuero interno ya me había cagado en todos los santos del calendario, empezando por San Nicolás.
Mi madre, que ejerce de ello, me ha notado irritable y me ha conminado a calmarme mientras trataba de poner en marcha un Ipoh donde le he mal grabado canciones de ayer hoy y siempre. Nena, esto es rock and roll. Led Zepellin. Ya veo que me hecho un lío. Mira. Es la historia de un amor como no hay otro igual. Ahora va. ¿Has puesto algo de Frank Sinatra? No, pero he grabado “la merda de la muntanya”. Nos reimos por cualquier cosa.
No soy de quienes juzgan a los que no van a ver a sus enfermos, más que nada porque cada cual se sabe lo suyo y ya se lo encontrarán debajo de un cocotero, pero es obvio que una sociedad que no cuida de sus enfermos está podrida y si exhibe su podredumbre en la ausencia también la subraya en la presencia súbita y al albur de unas fiestas en el calendario, cuando recuerda, oh solidaria, las desgracias de su alrededor.
No sabéis cuanto me hubiera gustado ser bola de árbol de navidad con peso de bola de petanca, con el don de la ubicuidad y dale que te pego. Tengo una amiga que en circunstancias como estás me dice tontadas del tipo: “No te hagas mala sangre, tienes que saber perdonar.” La tía es medio megalómana porque siempre me invita a perdonar a gente a quién no tengo ni el gusto de conocer, pero como se que lo dice por bienaventurada y no por joder, la aguanto.
Cuando ya era de noche y me disponía a salir he pasado por la habitación de un muchacho de dieciocho años, cuya madre y coleguilla del largo pasillo de los afectos enfermos, siempre me apetece ver. La habitación estaba invadida de gente. Una mujer mayor se plañía del estado del chaval. He entendido que era la suegra de mi colega a quién he saludado con un “Ojalá cada día fuera Navidad. No te lo tendrías que currar solita”. Me he ido fresca como una rosa, aliviada. Y encima le he arrancado una sonrisa a una mujer de treinta y pocos años que cuida de su hijo enfermo dia y noche. Hoy, el padre del niño, llevaba gorro de Papa Noel y echaba para atrás con su aliento de alcohol que superaba, con creces, la potencia del directo de los eructos de bisonte, aquella banda de los ochenta, de Canarias.
Pues eso, empezando por San Nicolás me haría el santoral entero. Y en esas también entraría mi madre que diría, deja a los santos tranquilos que nunca te han hecho nada. A lo que mi padre respondería, si no me van a hacer nunca nada, para algo han de servir.

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