Paso del dos mil once

Jesús Malverde, va de santos.

No sé si algún otro año de todos los años que llevamos contando el tiempo transcurrido en años, o mucho antes, cuando nadábamos en la piscina del mundo, moviendo las aletas coquetamente en la fiesta de cambio de año o en lo que fuera que era que celebráramos si es que celebrábamos algo o estábamos ahí, o eran nuestros antecesores o no había ni dios o sólo unos micos que tejían el burka de Eva... No sé si alguna vez en la historia, a lo largo y ancho de los libros de textos, los libros malditos, los libros sobre la cabeza y los libros por escribir, la raza humana, en tanto que montón de sujetos y nada más, en tanto que espinitas diminutas del erizado planeta tierra, habrá sentido jamás tanta vergüenza de sí misma como en este tránsito de año que hoy se anuncia.
Me refiero a una imposible unidad que de la que formamos parte aunque nos empeñemos todo el rato en que no, pero voy a dejar de lado mis veleidades filosóficas parvularias, la gran pesadilla del eterno retorno, el aguijón en el vientre de pura hambruna, que es la más extendida magdalena proustiana de estos tiempos, junto al amarillo pollito con ramitas de oro, colores y sabores de las tortillas trufadas de la Merkel Millet Urdan Brothers FMI y otros tantos ladrones de pueblos.
Tocada e indignada por el desastre global, pero con el sentimiento puesto en lo individual de índole social solidario de vamos haciendo lo que vamos pudiendo y lo único que tenemos, en esencia, es la alegría, el fósforo y el muro que pueden encenderla, cierta coherencia y al otro, -los amigos, la gente, sin los cuales somos menos que moco-, me dispongo a exorcizar el dos mil once, no sin antes hacer acopio de la amistad y del amor que me ha brindado el dichoso año guardándolo en el fondo de la víscera corazón, donde están las llaves y para que nada ni nadie lo pueda mancillar.
En una hoguera que atizaré a delantalazo limpio intentaré quemar la ignominia, la desesperación, la rabia y la injusticia que este año nos ha dejado, sin dejarnos, reteniéndonos por voluntad propia en un mundo asquerosamente avanzado respecto al tiempo que hace que contamos años en que se ha consumado el declive de la humanidad como raza (sic) como concepto y como mierda pinchada en un palo, a la que pertenecemos y vamos a darle todo el aire que podamos. Aire de puertas abiertas.
Llegada a este punto de alto voltaje de redacción con comas mal puestas, de alto voltaje emocional, tomaré la cerilla o un viejo encendedor Zippo y marearé la piedra por mis tejanos, como hacían los chavales para darnos fuego, el que nosotras tomábamos haciendo ver que no olía a chamusquina de pollo quemado, y pondré velitas compradas en Ikea por toda la casa y sobre todo al lado de Jesús Malverde, un santo que la iglesia católica no reconoce como tal, bigotudo y mexicano, “Ángel de los Pobres”, le llaman, que unos amigos míos me han regalado porque me quieren y porque se han enamorado y andan contagiando a todo su entorno con lo único que tienen y que tenemos, la alegría de ser, de cuyas semillas nace la alegría de estar, el ojo avizor, la indignación, los peces en el río y este instante de beatitud, de gracias a la vida incluso en mitad de una tormenta de rayos y truenos, que es el misterio que nos hace seguir estando en pie, de querer seguir estando unidos, de querer seguir peleando a cuestas con una curiosidad, una capacidad de asombro y un afán de justicia que ni el dos mil doce, con todo lo que viene anunciando que será, nos debe poder quitar.
Y un cortadito a media tarde.

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