La hora de la verdad







Hay días en que no hay hora de la verdad, solo se entra, solo se sale, y hay hora de correr, hora de comer o tan avanzada la tarde y yo sin decidirme. Hay días en que la policía debería entrar donde trabaja Jiménez Losantos y llevárselo por delante por las cosas que dice cuando habla de matar. Pero no hay que nombrarlo, me espetó un moderno hace unos días, si es que un moderno, hoy día, no es ya cultura antigua. Le respondí que  de tanto ampararnos en no citar asuntos de los que estamos de vuelta, estamos de paso, estamos tontos, esta peña nos está adelantando por la derecha a toda prisa, largando malicia. Mientras escribo comparto mesa con un amigo que está leyendo al Marqués de Santillana. porque su mujer tiene que hacer un trabajo. Quiero un novio así. También está fascinado por Jordi de Sant Jordi. Se nota que entro en el blog sin tener, a priori, nada que decir, o mejor dicho, con cosas que decir que solo sirven para acompañar. Escribir también es esto. Me refiero al acto literario.Sin saber adonde iba he escrito los mejores cuentos, Hoy recuerdo uno que comencé hace unos días, en el vagón de un tren. Era la historia de un relojero anciano que vivía en el taller que le hacía las veces de casa, donde tenía un montón de relojes de construidos en las repisas de las estanterías que colmaban todo el espacio, y estaban dispuestos como para ir a retratarlos para un manual de instrucciones de como montar un reloj. Las piezas, ordenadas, una al costado de otra, seguían el orden que él les había querido dar. Seguramente entré en esta visión porque yo misma hice lo mismo con mis armarios y mis lápices, pero al relojero le ponía los inconvenientes. Todo lo suyo estaba ahogado en  polvo. Entrabas en su espacio, pasabas un dedo por un pedazo de madera que no estuviera invadida de artefactos, y el tiempo ya no lo marcaba solo el reloj, si no que un forense podría haberlo adivinado midiendo la espesa capa que se había quedado impresa en mi  huella dactilar. Todo se comprende desde muchos lugares. El anciano no quería arreglar los relojes. Me dijo que eran baratos y a nadie podían interesar. El interés también es subjetivo. Yo quería aprender con él, siempre me han fascinado los aparatos pequeños. Entiendo que debe dar un buen ramalazo de exaltación lograr hacer nadar un medidor de tiempo. Soy manitas para las pequeñas cosas, de hecho, de chica, lo pasaba muy bien de construyendo para volver a construir. Hoy día puedo pasar un buen rato dándole una vuelta de tuerca al Tangram, pero el relojero no era como yo, sabía como hacer aquello, de modo que no debía demostrarse nada. Yo tampoco, le dije, o no en eso. Entonces el tipo, -yo ya estaba en la tercera página del cuaderno-, me invitaba a largarme de su casa si es que solo había entrado a fisgonear, que es lo que parecía. Trataba de buscar en él cierta complicidad porque quería que me enseñara y sin embargo se ensañaba conmigo. Si solo sigo  escribiendo no podré componer nunca un reloj, me dije. Hay que pasar a la práctica. Y este era un ámbito que no podía abastar desde el vagón del tren, en el que seguía escribiendo  haciendo caso omiso a los llantos de un bebé. Tendrá mal la barriga. Le estarán saliendo los dientes. Es su hora. La gente se apuntaba a a portar diagnósticos y la madre les miraba sin verles, exhibiendo una media sonrisa.  En este punto me despisté. La hora de defecar, una buena hora de la verdad para un bebé de pocos meses en el mundo. La distracción me llevó a anotar una frase al margen del cuento. Una hora es un ahora es un ahora y un después. Siempre tratando de copiar a las ilustres, aunque lo bueno de una buena idea es que se puede extender y “customizar”. La señorita Daloway dijo que ella misma compraría las flores. No sabía que hacer con el personaje, estaba airado, como si no quisiera salir en ningún cuento ¿Porque has venido a molestarme? le espeté. No tengo problema a la hora de fantasear, solo trataba de sacarte de un lugar en el que debe hacer años que estás bien aburrido, porqué el tipo me recordaba a un relojero, joyero, le llamaban, que vivía en mi misma calle. De chica, mi madre me  mandaba a buscar cosas. Debía ser muy buen tipo o muy confiado porque dejaba que me sentara mientras iba terminando algún trabajo y todo seguía ahí, a mi alcance. Llevaba una lente enorme en un ojo. La lupa. Aquél objeto era digno de consideración y lo pedí a los Reyes. Me trajeron una lupa y un par de insectos muertos. No era lo mismo. Una cosa es ver la vida o la muerte y la otra poder marcar la hora. ¿Hay algún reloj que marque la hora de la verdad? La pregunta sigue sin respuesta. El cuento, en mi bolso. Llegamos a la estación y el niño ya había dejado de llorar. Yo cerré el cuaderno y me puse el abrigo. Al salir de ahí, tenía que validar el billete en la máquina y no lo encontraba.. Me metí las manos en los bolsillos del pantalón, en los de la americana, en los del abrigo. Finalmente decidí hablar con el hombre de al otro lado de las puertas de vidrio. Oiga. Y le pregunté que hora era. Tuve que corregirme bien rápido porque se ve que mucha gente lo demandaba, pero me dejó pasar. Que sea la última vez. Que sea la hora de la verdad. Las dos frases tienen un contenido casi mineral que fijan inicio y el final. El billete lo tenía en el cuaderno donde había empezado a escribir la historia del anciano relojero. El viejo lo vio y está inventando un billete que también será un reloj por el que podremos viajar en todos los trenes del mundo, solo que a “su hora” dejará de funcionar”, me ha advertido. Ahora estoy intentando anticipar un fallo a algo que está diseñándose solo para darle, al protagonista de mi cuento, que es alguien del que aún no he hablado, una posibilidad que le iría muy bien, solos que para entonces los Jimenez lozanos y toda esta gente que habla de empuñar un arma si la tuviera cerca para pasar a matar, sería mejor que estuvieran en la trena, porque a pesar de los cuentos, con gente de esta ralea, lo de afuera cada día se hace mas divicil de vivir sin mancharte de lodo. Y es como si no pasara el tiempo. 

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