Hacerse mayor

 


Los ídolos musicales se nos van yendo. También los de cerca. Hace unos días falleció Oriol Perucho, uno de los músicos por los que Barcelona se dio en llamar la ciudad de la música experimental y tantas otras cosas. Se van porque se van haciendo mayores, aunque mueran todavía demasiado jóvenes. Nosotros también nos hacemos mayores. Ya hace tiempo de ello, dirá con sorna el pasivo agresivo que nos sigue mirando al pasar como lo hacía en la adolescencia, reprimido, atónito y dibujando en su cara un histérico aire despectivo que evidencia lo mucho que le seguimos importando.  Hace unos años, lo de hacerme mayor lo vivía como una putada. Soy tan vanidosa y superficial, que  lo que más me molestaba era la transformación del cuerpo. Siempre presumí de culo manzana, pero la sandía también es un fruto jugoso y no es conformismo, es cuestión de comer mucha fruta y crear adicción a la vitamina C. Pero luego lo miras desde otros sitios y hacerse mayor tiene algo inconfesablemente bello. Digo inconfesable porque, al menos, a mí, se me hace difícil compartir la potencia que da cierta serenidad de juicio, la vuelta al posicionamiento atrincherado con la duda dormitando a los pies, mientras me sigue creciendo la enorme curiosidad por tantísimas cosas. Lo malo son tantos débitos que día a día nos van dejando sin referentes y nos hacen evocar tiempos pasados.  Muere Bowie y piensas, caray, nunca más volveré a ver a Bowie en directo. No habrá más discos suyos. Y sientes un vacío. Algo así, pero con gente más cercana, ocurrió a mediados de los ochenta. Entre el SIDA y la heroína, los amigos fueron cayendo. Se nos diezmó el corazón y hubo un momento en que había tantos nombres y números tachados en la agenda que era mejor tirar el cuaderno al río. De pronto te hallabas con un montón de vivencias que no podías ni evocar porque ya no estaban los que las habían vivido contigo. Y éramos todos demasiado jóvenes para comprenderlo. Los que morían dejaban de pensar en ello, y los que nos quedábamos, lo hacíamos entumecidos. La historia debería hacer justicia de una vez por todas a los que consideran las ratas del siglo veinte, a los yonquies, a aquella gente a la que tanto quisimos y que se fueron al traste cuando la droga entró, Transición política mediante,  y ellos, los que se pillaron, se enchufaban a la jeringa creyendo que seguían fumándose un canuto a la salida del colegio.  Y a los fallecidos por el SIDA. ¡Ay, cuánta gente y tan querida!
Nunca he sido tan anciana como a los veintisiete años, de modo que ahora, todo esto de los ídolos cayendo, de los amigos yéndose a edad temprana, pero “mayores”, me parece que forma parte del ciclo natural, lo cual no quiere decir que me reste dolor, estupor y pena. Pero solo desde esta posición en el tiempo, puedo vivir otras alegrías, como la de poder ser abuela. Una abuela rock and roll ¿Qué te parece? Deberé aprender a medir la diferencia entre una abuela como la que he de ser y la abuela cose visillos, si es que  hay tantas. De momento ya le he escrito, al niño que ha de salir de la barriga que un día se hizo en la mía, a lo muñecas rusas, un par de cuentos. Creo que le debo hacer uno con collages de David Bowie para que sepa quién fue. Lo de David Bowie es muy vistoso para los niños. Y encima serán paisanos. No, no le voy a hacer un cuento sobre Bowie, se lo haré sobre Sisa y los invitados a la fiesta del sol que siempre anda asomándose. Y es que a pesar de haber vivido contraviniendo los ciclos naturales, de aquella anárquica manera, también me dan subidones de identidad y  sueño con ser “anxeneta” del castillo humano más alto, cuya piña que ha de aguantar la posible caída sean las canciones, los besos, los libros y todo este mogollón de cosas guapas que se van sumando al hacerse mayor.   


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