El Lagarto y Carles Flavià



                                             


En el bar del Raval en el que se desayuna con carajillo por las  mañanas, le llaman el Lagarto porque más de una vez, en verano, apareció a media tarde con la cara roja, quemada por el sol, después de haber dormido la mona en la playa de la Barceloneta. Las farras se las pega cuando no trabaja de portero de un hostal de las Ramblas que está en el primer piso de un edificio de vecinos donde  el Lagarto asusta a los desconocidos, porque te interpela a voz en grito cuando vas  a por el ascensor. Antes de apretar el botón dígale a este menda adonde va.  Al tercero. Y tranquilito. Tranquilo estoy, señora. Es que los de mi hostal tienen que subir andando, que si no se cuelan en las casas. Habla del hostal como si fuera suyo y es que, en términos de pertenencia no contaminada por el “absoluto revienta almas”, lo es. De hecho, se dice que el propietario, antes de morir, indicó a sus hijos que no se le echara de su puesto hasta que cumpliera la edad de la jubilación porque no encontrarían a otro portero más leal. Y este es un episodio que enfadó mucho al Lagarto cuando lo conoció por el mismo hijo del dueño, que creía que  le sentaría como agua bendita sobre el lomo. Yo, leal a tu padre, no lo he sido nunca, soy leal a mi “faena”, a mí mismo, pero a tu padre… Se ve que la conversación entre ambos siguió por un terreno cada vez mas resbaladizo y mientras subía de intensidad, bajaba la mano el Lagarto hasta agarrase los mismísimos de aquél modo obsceno y patán que es algo que hacen algunos tipos para mostrar hombría propia y desprecio al otro, de modo que al  hijo del amo no le quedó mas remedio que  achantarle y apunto estuvo  de tirarle escaleras abajo, porque el tipo no tiene media hostia, pero mira y espanta mucho, si dicen que hasta detiene a los hooligans borrachos con sus tretas y esa mirada profunda  donde chispea la metralla.
El Lagarto es un fulero, está medio asilvestrado y encima le gusta figurar y contar batallitas, como la que detalla que es el hijo de una conocida familia de clase alta que le puso a estudiar en el seminario, del que se largó para empezar una nueva vida de soltero y prófugo familiar que es la que ahora vive, y en la que se pavonea de amar mucho, pero a él no le caza nadie, ya que la que quería que le cazara le tendió una trampa y le dejó, malherido, en mitad del campo. Ayer le llamé por teléfono. Guarda las llaves del piso de mis amigos en el edificio del hostal y les hago las veces de vigilante. Era para darle el pésame. En la cabina de su garito colgaba posters de las obras de Carles Flavià, del que decía ser muy amigo, aunque en la fiesta de despedida de Alejandro Molina (ternura, coherencia y alegría) le pregunté a Carles por él y no cayó. Igual le conocía por otro nombre, y a lo sumo  ¿qué más da? Cuando algo hace bien, no tiene porque ser recíproco. Mucha pena, dijo. Estoy muy triste. Lo conocí en el seminario. Yo estuve un día, él mucho tiempo. Cuando volvimos a vernos me di cuenta que ni la cultura le había cambiado, y pensé, si se puede llegar a ser tan animal como yo, que soy medio ignorante, teniendo la cultura que tiene, es que la cultura, cuando la aprendes, no enseña tanto. No sé si me sigues.  O es que era bueno siendo malo. O yo que se.  Y se echó a llorar. 



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