Leo y escribo. Y siempre, Leo



Leonard, Leo, desde que has nacido te escribo mucho. También te escribía antes de nacer y lo he seguido haciendo desde el día cuatro. Encima lo hago en todos los idiomas que conozco, aunque también  invento palabras que al carecer de significado hablan de todo.  Hace un rato, mirando un vídeo te decía:  asiguini malaseta del caniva tusullá, no sipiso la taraca del vesés del mitarpá, al ver como te arrancas por sevillanas al escuchar el funky que te pone tu madre, la música que te pone mi niña, lo cual me parece bien porque no siempre hay que bailar al ritmo, basta con bailar al goce, aunque es seguro que todo lo que hagas en tu etapa de cachorro de carnes prietas, con dos lunas llenas por mofletes, me parezca tremendamente bien porque todo lo que me vence en este mundo es la ternura. Todo lo que me gana. O en su ausencia, me destruye. Llamémosle amor.
Para bien y para mal, tu presencia  ha encendido todas mis alarmas. Estar a la altura, reinventarse. Quien no se exige no rige. Hace veintiséis años, cuando  llegó ella, le preguntaba en los folios si preferiría más a Elliot que a Rubén Darío. Eran formas de andarse por las ramas, de amagarse para no agarrar por los cuernos el vértigo y la gloria de lo único que verdaderamente me importaba ¡Si solo quería decirle que la amaba y que me venía de nuevo, el huevo, la vida que no era mía  y en cierto modo lo era,  pero tan ajena! Ahora, vuelta de tuerca, llegas tú a revolotear en primavera y mi corazón se agranda. Me pones patas arriba el deseo de pertenencia y el derecho de libertad con la consecuencia.
A la mínima te escribo cosas y en un tris ya estoy dándote consejos, como las abuelas todas y las abuelas palizas, porque de repente ya no te escribo a ti, sino que en ti escribo a todos y todo cuánto amo o amé y me baño en la esperanza de un caminito de babas que en la noche te hará un eclipse de leche en la barbilla. Caballero británico, el guapo  de una novela de Jane Austen, te figuro, el más valiente. Y muchas cosas más. Mira cuántas raíces tienen los sueños.  Eres hijo de dos bellezas que se aman. Todo tu paisaje es precioso menos alguna espina que habrá que sacar a mordiscos o con las manos de agarrar. Ya llegará el tiempo en que conocerás la historia de los niños sin suerte y el mundo al vacío, pero entonces tendrás los recursos que solo el amor concede y un rincón donde deshacerte después de hacerte. Hacerte hombre. Hacerte pipí. Hacerte frío y hacerte libre. Hacernos para deshacernos.
He de aprender mucho de ti y aún me impone tener que vérmelas con un bebé tan chico que fue capaz de pasar la primera prueba (y no era necesario) que la vida le impuso, puto pulso, de la que saliste luchando como un campeón.
Leonard, mi niño. El niño de mi hija. No llama la sangre, llama el horizonte diáfano que expones donde la esperanza ruge.
Te he puesto en el blog sin tu permiso. Verás, llevaba muchos días sin entrar. Lo dejé todo desde el día de tu nacimiento. Y en mi blog, personal, no podía eludir la felicidad que ahora siento  ni dejar de compartirla.  No sé si te gustará más Rimbaud que Lorca, pero si te dan a elegir, quédate con todo. Hasta del más necio se aprende, aunque a estos mejor tenerlos lejos, esquivarlos en un golpe de balón, de una pedrada.
Por ti, pequeño morcillón, el día que me vaya habré de opositar a ángel, aunque no sé si cumplo las condiciones para acceder, con tanto rock and roll, tanta lectura y tanto de tantísimo. Al menos siempre tendrás la vigilancia de la duda, la que tú  me irás agrandando ( y ahí es nada) a cada paso, la que me asienta en lo que siento y por la que tomo decisiones. Y la incondicionalidad de la abuela que es complicidad en el “delito”, calor de los cuentos, un amor total al que aún no me avengo y me lleva a pellizcarme, a comerte a besos, a vueltas con la baba, compartiéndola.



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