Añoranza

                                             Gustave Caullibotte "Los acuchilladores"


Él dice de sí mismo que es un nómada. Ella dice que un tipo que sólo visita cuatro ciudades al año y cada año las mismas, es un viajante, un paseante, un itinerante. A veces, les ves juntos y no dirías ni que se quieren mucho ni que se quieren tanto, pero el sentimiento está ahí y hasta lo puedes oír. O es el sonido del quiebro de la hoja de una amapola o son cien trenes de fórmula uno a su llegada a la meta. Nunca han vivido, juntos, en términos medios, más que nada porque sólo se ven una vez al año durante unas semanas, y ponerse al día, a pesar de los teléfonos móviles y los e-mails, que también usan, les requiere mucha atención en el ahora y el aquí.
Él dice que si por él fuera, se quedaría al lado de ella todos los días de su vida y dejaría de ser el caballero andante, paseante, itinerante. Ella no le cree. Podría intentarlo, pero siente que a la larga él se sentiría amputado, de modo que prefiere pasar por una amiga que no da oportunidades a un amigo, sin renunciar a redibujarle el perfil con el dedo índice.
Él cree qué, de quedarse a su lado, la que se sentiría amputada sería ella, así que ya van dos encuentros en que no se le pide nada de todo eso, aunque ayer llegó un poco bebido y volvieron a revivir la misma escena del quédate a mi lado y no te quedes mi amor qué más quisiera yo.
Esta mañana, él estaba un poco avergonzado por la conversación de ayer. Se ha puesto las gafas de sol en el pasillo y ha salido a la calle antes de tropezarse con ella, que ha logrado esconderse en una habitación de paso para no estropearle la huída.
Al poco rato, ha vuelto a la casa. Llevaba un ramo de flores en una mano y unas botas Sendra en la otra: “Tendrás que untarlas con grasa de serpiente antes de calzártelas”, le ha dicho. Y ha sacado un frasco del interior de la gran bolsa de papel.
Ella, que nunca ha engrasado los ejes, apenas si se acuerda de cómo se usaba la grasa de serpiente para las botas. Un desplazamiento de tobillo no le deja ponerse tacón, por mínimo que sea. No le ha dicho nada. Se ha limitado a darle las gracias y lo ha besado en la mejilla. Un beso sonoro, más cercano al quiebro de la hoja de una amapola que al ruido de los motores de los trenes de fórmula uno.
Él le ha dicho que le gustaban tanto, pero tanto, las botas que le había regalado a ella, que se iba a comprar unas iguales. Y ella ha sentido que es por eso que no le cree cuando le dice que se quiere quedar. Siempre le regala cosas que le gustan a él. Nunca tiene en cuenta los desplazamientos de los huesos, la edad madura, del mismo modo que sabe que ella tampoco podría respetar sin gemir la decadencia física del hombre más bello del mundo.
Solo siendo nómada, paseante, itinerante, viajante, puede entrar en sus brazos. Sólo siendo un instante alargado, grasa de serpiente, ojos verdes, historias mil veces contadas, música de entonces, puede ser aquello que tanto le gusta ser, al menos, durante unas semanas. Otra cosa sería sostener esta imagen que se devuelven todo el rato, todo el tiempo y para siempre. Conscientes de su superficialidad, altamente vulnerables, pasan a abrazarse en un nudo donde no pasa el más mínimo reguero de aire y mucho antes de que él se vaya, ya se están echando de menos.
La noche les regala lluvias de estrellas sólo para sus ojos y esa sensación tan bestia de soledad que sólo se siente al multiplicarla por dos.










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