Edith Piaf en lo cotidiano


Para acabar de desangrarse se puso a Edith Piaf, un cd antológico de veinticuatro temas. Subió el volumen al aparato, se sirvió una copa y salió a la terraza. La ciudad oscurecía. Todos hemos pasado por aquí, pero cuando lo ves, resulta raro. Se imponía el respeto y la suspicacia: “Siempre ha tenido mucho talento. ¿Cómo no es capaz de reescribir, también, este momento?, le dije a su compañera. La amiga me respondió rauda: “El talento no pasa por reescribir si no por sentir. Solo el sentimiento reescribe las cosas.”
Yo nunca hubiera escogido a Edith Piaf para ello, según lo siento, el ruiseñor francés impide una buena introspección. Su música no es para baile de giro de fango, porque de pronto trina y te saca de la espiral.
La casa se fue llenando de música. Las chicas pelábamos zanahorias y ahogábamos algas en la cocina. Ninguna de las dos pilló una cebolla, no fuera qué. Ella dijo: “La cebolla es muy venenosa para los perros”. Le respondí que hablara claro. No quería ofenderme. Perdón. No lo había hecho. No a mí.
Estaban a punto de llegar los invitados, si no ¿de qué me las hubiera visto yo entre vegetales y dos amigos quebrados como un músculo de obrero de imposible jubilación?
La música estaba cada vez más alta, Less blouses blanches, Mon vieux Lucien. No, nunca escogería a la Piaf.
En el horno, un pez muy grande se rebozaba en calor. Cuando lo arreglábamos (peces por arreglar) uno de sus dos ojos había rebotado contra el suelo como estas pelotas bobas de los niños. Pelotas con ojos, mocos con huesos, canicas sin diámetro.
Se oyó un portazo. La mano se me había escapado del pomo. Cuando salí a la calle me encontré con colegas que iban llegando. Cargaban con vinos, estaban contentos. Les dejé pasar, encendí un cigarro, me senté en un banco. Un coche frenó a mis pies. “Capullo, casi te me llevas por delante”. Al tipo que conducía solo le había visto una vez, en una cena como la de aquél día. Aparcó y salió del auto. Había bebido. “Si bebes no conduzcas”. Me pidió un cigarro. ¿Fuego? Encendió un Ducados, se sentó a mi lado y se echó a llorar como un chiquillo: “Tía, me he quedado sin trabajo”, farfulló. Le pasé la mano por el hombro y padam, padam, padam, cantaba la Piaf.

No hay comentarios: