Escalera al cielo

Jimmy Page y Robert Plant interpretando Escalera al Cielo. O eso quiero creer.

Hace mucho tiempo que le veo, casi siempre de noche, apostado contra la pared de la calle que separa la finca donde vivo y la siguiente. O dando pequeños rodeos en un radio de cuatro manzanas de calles. Es un chaval de unos veinte años que se entretiene caminando y escuchando música.
Pasas por su lado y le oyes bramar la melodía de Escalera al Cielo y más bien parece un grito desgarrador de alguien que trata de buscar el modo de llegar a algún sitio que el hit musical de los setenta ( ayer, hoy y siempre) Luego pasa el Zeppelín publicitario y ya ni te acuerdas si has visto o no al chaval, sólo que en el parque donde los perros no pueden entrar ni aún atados y los niños no pueden jugar a la pelota, so pena que se arriesguen a recibir un buen merecido que nunca le han dado ni le darán al chorizo de Millet, a veces me lo encuentro rodeado de un grupo de colegas. Se ve que el chico vive de la caridad que estos le ofrecen. Un día se baña en casa de uno y al otro come en casa del siguiente, pero siempre duerme en el parque. Salta la valla que limita con un hotel de mega diseño (en Barcelona, de tanto diseñar los lugares, sólo se ve lo accesorio) y duerme ahí, de cualquier modo.
Aparte de sus colegas, de sus iguales, no habla con nadie. 
El kiosquero dice que le ha dicho la asistenta social que tiene esquizofrenia y los padres le dieron puerta hace un par de años. El kiosquero le da algún trabajito al chaval.
No sé si es cierto que la asistenta le ha mentado al kiosquero la enfermedad mental del joven, si es que la tuviera; pero de ser así, habría que mandar callar a la asistenta. Cante usted Escalera al Cielo sin desafinar o la echamos del puesto. Esto cómo mínimo. Cien veces.
Ayer, el joven me pidió un saco de dormir. Como de costumbre estaba apostado en la pared que limita la finca donde vivo y la siguiente. No me fijé en él porque iba absorta midiendo los peldaños de mis escaleras, pero se ve que la perra si lo notó porqué me llevó hacía él de un tirón y se dejó acariciar. Él la llamó por su nombre. Perdón ¿Tiene un saco de dormir? Como si se tratara de una demanda habitual repetí la pregunta en voz alta intentando visualizar el contenido de mis armarios. Le respondí que sí, que si no me lo habían “robado”, lo tenía. Sonrió levemente. Ahora te lo bajo.
Al mirarle sentí que me invadía un conato de reprimida violencia y mucho tierra trágame. No era una violencia de echarse a correr, sino que iba de él a él, convirtiéndolo en un petardo sin envoltorio. Cuando le di el saco de dormir, apenas si me atreví a preguntarle nada. No me sentía con ganas y no sentía que él quisiera. Cuando quiera le puedo pasear a la perra, me dijo después de darme las gracias. La perra se había quedado con él mientras yo hice la excursión de abajo a arriba y viceversa. Le agradecí la oferta y le pregunté si necesitaba algo más. Me debió de salir la madre que llevo dentro y fuera porque me leyó literal. No, gracias, hoy ya he cenado. Intercambiamos un poco más de información y le vi marchar con el saco al hombro, como quién transporta una bota de vino. Esta mañana me he encontrado el saco en el rellano de la puerta de la escalera. 
Como la primavera ha venido y ha entrado de culo, con las temperaturas bajando, no es fácil que le vuelva a ver en breve. Además, estos días es mi hija quién se encargará de la perra; pero tarde o temprano nos encontraremos y yo ya habré lavado el saco que tenderé al sol de una ciudad donde los chicos solitarios todavía cantan los hits musicales de los setenta y todos medimos la zancada, la rapidez del ascenso o la caída.

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