El sofrito de la fiesta de graduación


Me llama una amiga que está en plena mudanza diciéndome que no puede ni levantar una maleta, así que me dirijo rauda a su casa y la hallo postrada en el sofá. Un ataque de angustia del quince ¿Del quince? me inquiere. Bueno, sigue manteniendo su sentido del humor, lo cual quiere decir que no ha desconectado de la realidad. El humor es su defensa cuando pide ayuda. Me olvido de sus problemas de relación con la fuerza y la debilidad y hago lo que hay que hacer en estos casos, ponerle una bolsa en la boca y animarla a respirar. Relativizar el plástico, el petróleo y las cuevas donde se esconden sus fantasmas. En las últimas semanas le han pasado casi todas las cosas que encabezan el ranking de motivos por los que contraer depresiones en pleno estado del bienestar. Supongo que ahora el ranking es distinto, pero ella aún está ahí, lo cual me alegra mucho.
Durante un breve periodo de tiempo ha perdido a un ser amado y se está mudando. Separarse no se ha separado porque no tiene de quién, pero de poder también lo habría hecho, más que nada porque es una de aquellas personas que cuando hacen algo lo hacen con toda la intensidad y el compromiso posible.
Cuando ya se encuentra más tranquila le señalo la orla de una universidad americana donde su hijo se acaba de licenciar de ciencias políticas. El chaval, uno de estos hijastros que me ha dado la vida por generosidad de la madre y verdadero amor entre él y yo, luce bellísimo con la cagarruta negra en la cabeza de la que cuelga un pompón también negro de esos que antes se ponían en las puertas de los armarios. Mi amiga me cuenta que después de la fiesta de graduación (no se si se ha licenciado diplomado o doctorado) todavía con las serpentinas colgándole del vestido, pilló la orla de su hijo, se la puso contra el pecho y no la soltó hasta llegar a Barcelona. Ahora ya la ha enmarcado. El chaval llega mañana y le vamos a bailar por seguidillas. El hombre, el muchachote, tuvo la inmensa suerte de encontrar trabajo durante los tres últimos años en la universidad. No es un trabajo para el que se necesite tener la carrera de políticas ni hablar y escribir cinco idiomas, como sabe hacer él, pero es un buen sitio para empezar a hacer chanchullos. En una empresa multinacional, mi hijastro atlético, tiene un puesto similar al que podía tener, antaño, el aprendiz de camello que se bajaba al moro y ponía en juego su virginidad anal para, al volver, hacerse dueño de una esquina. De lo que luego fuera capaz el aprendiz, dependía de su ambición, de su capacidad estratega y otras artes, malas o buenas, del artesanado vivir.
El hijastro, pues, está bien situado, que diría mi abuela, solo que no le gustan los trapicheos y si no hay trapicheo no hay negocio. Pero esto no es lo más jodido del asunto. Lo peor, y mientras lo iba hablando con mi amiga lo iba vislumbrando clarito y destellante como un resplandor en una tarde de invierno, lo que le había causado el ataque de angustia, no había sido nada de lo que dice el ranking de las depresiones del estado del bienestar, si no algo que le había confesado el chico y ella apenas podía recordar porque se lo dijo en la tercera copa, en un aparte de la fiesta de la universidad. Ella admite que no lo quiso escuchar, pero recordaba ver las palabras de su hijo escaparse ante sus narices, envueltas en las brumas del alcohol y el alborozo por lo guapo que había quedado en la foto de la orla. 
El chaval le dijo su madre, que después de tener la puñetera carrera y después de haber currado como un burro en la multinacional para costeársela, el después se había convertido en el ahora y por sus santos huevos, dejaría el trabajo y trataría de buscar curro como Dj que es lo que verdaderamente le gusta.
Al recordarlo, la amiga ha tenido otro amago de angustia, pero la sobredosis de tilas han ayudado a que no se desbocara. Ni la angustia, ni la amiga en ella. Está loco, ha logrado decir. No he querido juzgar al niñato de mis amores y me ha salido la vena práctica ¿Apagamos el fuego y tiramos por el desagüe el sofrito para la paella de mañana?
Y entonces, ella, que es infinitamente más práctica que yo, ha vuelto a acoplarse totalmente a su mismidad y ha dejado caer una máxima con tono quejoso. Bonet, no valen los sofritos de un día para otro.
La conclusión a sus males la ha dictado ella solita. Mis amigas y amigos son todos muy listos y sacan grandes metáforas vitales basándose en lo cotidiano. Cada cosa a su tiempo.
No sé si mañana le bailaremos al tipo por soleas o pinchará él su música enlatada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Magda soy Mayumi. Me encanta tu blog. Lo iré leyendo poco a poco, que ya sabes que yo soy más de cocinar y jugar al Uno mientras se habla de las razas del mundo. x