Passeig Verdaguer d´Igualada per Jordi Cuadras Oliva
La señorita Delia debía andar por los cuarenta años y era
una mujer delgada y elegantísima con la que me cruzaba muy a menudo en Igualada.
Vivía en una casa casi majestuosa en el paseo de la ciudad, y a veces coincidíamos
al salir del cine, cuando en Igualada
había solo tres pero se acababa de inaugurar el Kursal, que era lo más de lo
más y echaban películas comerciales con otras que no lo eran tanto. Yo no tenía
más de trece y se me cerraban los párpados al finalizar la sesión del viernes
noche, cansada como estaba de las andaduras de la semana. Un día me abordó
porque hacíamos el mismo trayecto al andar, andar y me pareció extraño. Estará
sola y querrá darle al pico. Sabía que la gente hablaba de ella como de una
solterona impenitente y lo hacían recalcando las palabras, como si tratara de
un pecado, de un error, de una miseria, y a mí, como siempre que me hablaban de
bodas y de toda la vida juntos se me abocaba un nudo como de llorar, una melancolía
rara, de querer deshacer con alas y palas una desazón anticipada que se me antojaba un túnel negro
y sin salida, la señorita Delia me parecía, como mínimo, distinta. En esta “diferencia”
estribó el origen de unas conversaciones que se fueron haciendo cada vez largas, siempre en la
calle, cuando me veía pasar o nos encontrábamos en la librería Avet, de la que
también era clienta, porque de haber sido alguien que no me hubiera sugerido
nada es más que probable, que, procaz como era, -de pegarme de hostias-, hubiera
respondido a cualquier otro intento de diálogo de un adulto con una mirada de
desdén.
Yo le contaba cosas del Instituto, de una enfermedad que
había pasado hacía pocos meses, de la música del Gay Power, de lo mucho más que
me hubieran gustado los cantautores catalanes de no haber sido por aquella solemnidad como
de capilla ardiente con la que se presentaban en escena y yo paragonaba con la
solemnidad de todo el rato del régimen que se nos había ido hacía unos días, de
mis novietes y de que no entendía a Knut Hamsum y esto me ponía muy triste
porque mi amigo, Adrià me recomendaba sin cesar El hombre sin atributos. Ella era un experta en literatura y me daba a conocer autores que no
me fueran tan difíciles o más afines y un día me habló de que la dificultad, en la
literatura y en la vida, solo existe en los demás, en la visión que tienen
ellos de ti o de cualquier cosa, del mismo modo que existe en uno cuando nos
convertimos en público, de manera que lo
que nosotros tenemos, al intentar leer a Hamsun o al abordar un desamor, no es
una dificultad, sino una prueba, que podemos desdeñar o afrontar.
Me gustó la reflexión, que da para mucho, solo que ella no
hablaba de dificultades prácticas y creía que se debía a que era rica, pero
luego vi que no era solo por eso. Su vida dio un vuelco y maridó y tuvo hijos y
muchas cosas más, hasta que falleció, siendo aún muy joven, en otro lugar del
planeta Tierra, y eso lo supe por una persona muy desligada de mi escenario de
la infancia, porque el mundo es un moco, es un pañuelo.
Hoy, al buscar un libro, me he encontrado con uno de William
Burroughs, Nova Expres, que me regaló la señorita Delia, y he leído lo que
escribió en la dedicatoria. Nunca está solo quien está completo. También tenía
dos perros diminutos, descarados y cascarrabias. Una se llamaba Beat y el otro
Nick, a los que nunca supe reconocer, ni me importaba.
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