La Sra. Carmen, la del barrio (Cuento de Navidad)




La señora Carmen atraviesa el paso cebra apoyada en un bastón. Camina muy poco a poco, lo que hace que muchas veces no alcance a tomar la otra orilla en el tiempo previsto, y el semáforo ya se ponga verde para los autos. Entonces las motos la pasan rozando. Joder con la vieja temeraria. A ver si nos la hacen pagar como nueva. Y todo es un sonar de pitos. La señora Carmen blasfema con la mirada pero hay días en qué, con el ánimo cansado, se echa a llorar en silencio al alcanzar la acera. Ella fue una de las primeras mujeres en ir en moto por Barcelona, trabajó toda su vida en un hotel porque sabía francés y chapurreaba el inglés y el italiano, y viajó bastante con su eterno novio, que también era su vecino. Ya mayores, él cuidaba de su madre y ella de sus padres. En la noche y en los descansillos se encontraban, hasta que se fueron todos al otro barrio y la Señora Carmen se quedó sola. Tenía previsto casarse con el novio para sumar pensiones, pero a él, que era quién mas lo requería, le llegó sin pensar un infarto decisivo. Ahora vive sola en un piso del alquiler en el barrio de San Antonio, aunque le gusta decir que su casa es la frontera con el Ensanche. El piso es muy grande y muy soleado, solo que es un quinto sin ascensor. Y encima están las plantas de los pies, siempre llagadas. Cuando consigue curar una ya se la ha puesto mal la otra. No le dan la incapacidad total y como tiene unos ahorros le dicen que se pague una residencia, solo qué, con los ahorros, debería morirse justo al año siguiente de entrar porque no dan para más y de no seguir pagando la residencia, acabarían por tirarla a un contenedor, cuenta ella, con un sentido del humor que es un grito de misericordia lanzado a un dios en el que cree hasta cierto punto, como si la fuerza divina fuera un texto gramatical.
De todos modos, desde un par de meses la Asistenta Social le ha puesto una señora dos días por semana que le ayuda en las tareas de la casa y le cura las heridas de los pies ¿Qué extraña enfermedad es esta? Los médicos no acaban de dar con diagnóstico, porque encima  no es diabética, pero tiene unas llagas rojas y abultadas que recuerdan a las de Cristo en la cruz cuando le quemaban los malos, en mitad de un cobarde escarnio de astillas de árbol caído.
Los vecinos nos turnábamos para subirle la compra, pero había días en qué, cada uno con lo suyo, Carmen se levantaba y veía que no tenía nada en la nevera y entonces salía de casa, caminando quedamente, hasta el restaurante de menú de la esquina. Invitaba  a comer a cualquiera solo por charlar. La señora Carmen es bien divertida, pero acapara mucho. ¡Está tan sola! Le gusta hacer puzzles y leer. En eso pasa las horas.
Fui a visitarla nada más llegar de un exilio bien poblado y me mostró la carpeta donde guarda todos los papeles. Parece ser que su situación podría arreglarse, al fin el médico ha dispuesto que no está capacitada para vivir sola,  ni para bajar ni subir las escaleras como a los quince años. Marzo será el mes en que todo dará un giro, para bien o para mal. Así lo espera.
Este año, dice, está muy contenta. Pasará la Navidad en compañía. Son tantos años en soledad que no sé si podré avenirme a ello. Ha metido en casa al ayudante del frutero. Es sudamericano y sabe mucho de informática. Cuando estoy por dar por finalizada la visita, llega un chaval de unos treinta años con la respiración agitada. Va entrando cien litros de agua envasada. Ahí es nada.
A la anciana le entrega  el cambio con la nota y se presenta. Su novia también está ahí. Es la hija de los vecinos del tercero de la casa de enfrente. Se ve que la familia de ella y la Sra. Carmen se conocían  de toda la vida, pero ahora la chica vive sola con su padre, también discapacitado. Fui muy amiga de su madre, era una gran mujer, y muy trabajadora. Quiere hacer hincapié en lo último. Los jóvenes dicen que se van a tomar algo y a hablar de sus cosas. Les dejo partir pero yo ya estoy en el quicio de la puerta. Antes de irse, los chavales la han besado y veo a la  Sra. Carmen reír con aquella suerte de inocencia y alegría que solo le vi mostrar cuando iba con la perra a visitarla y el animal intentaba abrir la nevera con el morro o hacía otras animaladas. Saben que tengo cosquillas y me estampan los besos a la altura de la oreja, los diablillos, me comenta. Después la beso yo y nos deseamos Feliz Navidad, pero vuelve pronto, que el chico me está bajando las revistas que guardaba en lo alto del armario. Son del año de la Pepa, pero cómo se que te gustan estas cosas...



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