In Extremis de Sandro Giordano
Ignoro si lo van a hacer o no lo van a conseguir, pero esto
de ponerse a hacer las cosas in extremis, ya sea formar un gobierno, pactar con
los vecinos para el uso del ascensor o tirarse de los pelos porque al amigo que
querías abrazar se lo ha llevado una gripe fulminante, es un acto que habla de
la soberbia, algo que viene siendo tan habitual en este mundo de los listos en
Panamá y las listas de la compra en ascuas, que ya da asco. Entre el
infantilismo y el orgullo hay un agujero de ozono del alma que es la
inseguridad personal y de ahí viene todo esto, de este embrollo. La valentía
está menguando. No hace falta un post en un blog para saberlo. Y entre la peña
que aplaude el gol del último momento o la que sustenta el pelotazo sostenido,
prefiero a los de las rodillas sucias. Detesto con toda mi alma a la gente que
desdeña lo que hacen los más jóvenes porque siento que en ello hay un
comportamiento de repetición histérica, pero detesto más aún esta manera que
tenemos desde hace ya tiempo, de aplaudir la chabacanería del acto, que es
culminarlo cuando ya no queda más remedio, lo que al follar sería un churro. Lo
que al amar y lo que al vivir.
Y como el enfado y los demonios me han devuelto aquí no
tengo más remedio que seguir dando la vara, aunque de pronto sienta que ya he
dicho cuánto quería, de modo que escribo in extremis, que también es lo que
censuro. Será que dejé de leer a Foucault hace unos días, por decisión propia,
y algo se me ha tambaleado, y ahora ando
en la fase, caliente, de considerar al filósofo un ser tan divino como filibustero,
tanto es así que ayer, en el borde de un folio llegué a anotar que sus
seguidores acérrimos deben de tener el pago del alquiler asegurado, porque de
otro modo no se entiende que le rían las gracias del imposible asegurado. Encima, hace unos días que se fue Prince. El
siglo veinte ha terminado pero el veintiuno también. El solaz está dentro. Y si
bien muchos desearíamos que cada vez que un niño refugiado agarra una bala de
goma de la policía para jugar con ella, a Merkel le diera una sacudida, lo
cierto es que la sacudida solo la sienten sus padres, que lloran su suerte
sobre el fango. Si, el enfado es mucho, pero a veces es bueno sentir que todo
se deshace y odiarlo todo, puesto que para mirar siempre con ojos de misericordia alrededor hay que ser bobo o estar dopado. In
extremis iba la gente de mi generación, cuando lo de la heroína, aunque hace
unos días, también leí que lo de la conspiración capitalista que sospechábamos para
diezmar parte de la juventud al introducir la droga, viene siendo una leyenda
urbana. Creo sinceramente que tengo que dejar de leer. Quemar todos los libros,
como sugiere el maestro Eliseo Bayo en uno de sus poemas. Dejar de hacer listas
de los más anhelados. No saber y hacer ostentación de la ignorancia, que es
algo que también detesto, (cuando la
ignorancia no viene dada por falta de recursos si no por decisión propia) mucho
más que la desazón que da estar despierta, de modo que antes de pasar a odiar
con mucho ahínco cualquier cosa que ocurra o cualquier humano que sea,
salvaguardaré, in extremis de mi misma, todo lo que me place, bien soberbia.
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